martes

Meditaciones perrunas





Mi perro debe ser, si no el único, el primer perro comunista de la historia. Durante sus primeros años, fui el único responsable de su educación doctrinaria, que no estuvo exenta de problemas, ya que debí sobreponerme a la conducta dispersa de un labrador. Grandes esfuerzos he tenido que realizar para combinar sus horas de estudio con los pocos minutos que le dejé para jugar con la pelotita u otras distracciones inútiles. No pasó mucho tiempo hasta que el can, aún cachorro, comenzó a lucir el fruto de mis enseñanzas. Al año sabía la definición del concepto de plusvalía y a los dos años recitaba de memoria algunos pasajes memorables de
El 18 brumario de Luis Bonaparte. Meses después se abocó a la lectura de las obras de Engels y elaboró, fruto del fervor juvenil, anotaciones al márgen, profusas en faltas de ortografía.

Lamento que un detalle de su persona – su nombre- no refleje la naturaleza de sus costumbres. Yo hubiera querido que se llamara “Lenin”, pero mi familia rechazó con argumentos de derecha ese nombre tan singular. Entonces me decidí por un nombre más prosaico, al que llegué luego de largas meditaciones, “Coco”. Pero volvieron a rechazarlo porque a mi madre le recordaba a un familiar lejano y algo estúpido, es cierto, que respondía a ese mismo apodo. Finalmente, el nombre de mi perro comunista fue Roco, y aunque eso no me enorgullece, al menos me motiva que sea el único negro que no se haya pasado al peronismo. Después de todo, he tenido que luchar, no sólo contra la naturaleza misma del animal, sino también contra la ideología de mi propia familia, para que éste no cometiera ese grave error que, tarde o temprano, lamentaría.

Con motivo de mi mudanza a un departamento del centro, la educación del perro quedó en manos de mi madre y, durante esos cinco años, el animal – me refiero al perro- cambió radicalmente los contenidos de su aprendizaje. Empezó a recibir un cariño desmedido, caricias en abundancia, y fue saciado en todos sus caprichos. Mi madre le daba tostaditas con mermelada durante el desayuno, inclusó llegó a probar su primer café con leche que luego se tansformó en costumbre. Lejos quedaron los tiempos en que se declaraba en huelga de hambre porque no le gustaba la comida balnceada, y luchaba por sus derechos perrunos. Ahora se conforma con cualquier menudencia, ravioles, ensaladitas y frutas variadas, más apropiada al paladar humano que al gusto de un perro comunista. Cuando regresé al calor del hogar, a causa de una crisis que no pude afrontar solo, la educación del can a cargo de mi madre había llegado a un nivel de absurdo tan grande que un ser humano acercaba su cabeza a la del perro, y éste le daba besitos en la oreja. Intenté remediar esta grave desviación volviendo su carácter más agresivo. Intercambié la pelotita por un ladrillo y todas las mañanas lo entreno para que le tire piedras a la policía. Debo decir que avanzamos rápidamente ante la cantidad de oportunidades que la realidad nos ofrece.

Por los duros tiempos que corren, es muy común que el animal sonría y mueva la cola en demanda de un hueso o, pero aún, de una galletita, cosa que antes hacía en demanda de un libro de mi biblioteca. Olvidado en su memoria ha quedado el recuerdo de la lectura de panfletos doctrinarios y del Código Civil. Ahora en su cuello lleva un collar –logré que sea de color rojo- y sus movimientos pueden ser sometidos a la voluntad del hombre que lo sujeta, el patrón, con lo que ha perdido no sólo su libertad de movimiento, sino también su libertad de acción.
Valgan estas palabras como prueba de la enorme pena que he tenido que asumir al comprobar ahora que mi perro se parece más a un perro que a otra cosa.



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