viernes

Ente vista


La semana pasada tuve una entrevista de trabajo en un colegio católico del barrio de Palermo. A pesar de que tenía una larga hora de viaje, llegué puntual al encuentro. El portero me hizo pasar a un recinto típicamente religioso, es decir, tétrico: de techo alto, ventanal enorme y cerrado, crucifijo sobre la puerta, frío como una heladera.

A los cinco minutos apareció una mujer que parecía completamente despistada o confundida. Se quedó parada delante mío con las manos cruzadas. No hablaba. Tenía el pelo amarillo y la cara verde, vestía religiosamente de gris, semejante a una monja colgada del arcoiris. Pero se notaba que no era monja a pesar de que el colegio se llamaba Divino Corazón de las Hermanas Tortas. Inmediatamente pensé que sufría de algún desequilibrio mental o estaba constipada o era completamente frígida, o todo eso junto. Incluso podía ser, a fuerza de una sucesión de milagros, la mismísima Directora o la secretaria académica, lo que ya era bastante para esa cosa. Como no emitía sonido alguno, le dije buen día y estiré mi mano para estrechar la suya. Me extendió su manito frágil y sentí que apretaba una rama seca. “Ya… ya vi… viene” balbuceó la loca. Y se quedó parada en el mismo lugar, observándome, mientras cruzaba las manitos a la altura del camino negro.

Entonces abrí mi bolso y saqué la carpeta con mi curriculum, para hacer algo y evitar el tormento de mirarla. Por suerte llegó otra mujer, de aspecto aparentemente “normal”. La nueva vejeta era diametralmente opuesta a la loca: bajita, regordeta, pelo canoso, con aspecto de hermafrodita. Se presentó como la directora. No sonreía, era más bien seria y, en honor a la verdad, tenía una imborrable cara de culo. Las dos se sentaron delante de mí para iniciar el interrogatorio. La que preguntaba era, obviamente, la Directora, ebria de poder y tortosterona. Tras cerciorarse con vigor de que yo había sido bautizado y pertenecía al maravilloso credo de los curas pedófilos y además tenía asegurado el reino del Señor, preguntó:

_ Usted es profesor?

- Sí.

- Tiene experiencia en la docencia?

- Sí.

- Bien – dijo - ¿A qué modelo pedagógico adhiere? ¿Por qué? Justifique y cite ejemplos.

Inmediatamente confirmé todas mis sospechas. Las señoras estaban completamente locas. La situación comunicativa no era la de una entrevista laboral, sino la de un exámen final, un suerte de coloquio bizarro con dos viejas del orto. Tenía ganas de decirles que mi modelo de enseñanza consistía en comunicar, no sin cierta pasión, un limitado repertorio de conocimientos acerca de la literatura a un limitado auditorio de alumnos compuesto, en su mayoría, por adolescentes a los que la literatura les importa un pito, y, en su pequeña minoría, compuesto por un reducido número de estudiantes a los que les interesa, tibiamente, lo que un boludo como yo les puede intentar transmitir. Tarea doblemente dificil de llevar adelante en una institución retrógada y arcaica, como la escuela católica, donde sus directivos brillan por su penosa ignorancia y decrepitud.

Sin embargo, como las circunstancias me imponen el rigor de ser un riguroso desempleado, traté de hacer buena letra porque necesitaba, mal que mal, esas horas, así que me acomodé le flequillo, puse cara de batracio, y les dije que tenía cierta simpatía por el modelo liberador, cuyo exponente era Jerome Bruner. E hice silencio.

- Muy bien. Continúe-. Dijo la vieja que llevaba la batuta.

Comenté lo poco que recordaba de esa teoría, para la cual, a grandes rasgos, enseñar es transmitir una “cultura”. El docente despliega los contenidos de su materia con precisión académica para que el alumno se apropie de ellos de una manera personal, es decir, los relacione con los saberes que ese alumno ya tiene. Ese nuevo saber transmitido por el docente que se relaciona con el saber anterior, le permite al alumno conocer un aspecto importante de su cultura y liberar de esa manera su propia mente. Y otras ganzadas de ese tipo que, obviamente, ni yo me creo.

Las viejas cada tanto acentían con la cabeza, pero de pronto abandonaban el movimiento y retornaban a la cara de ojete, de modo que ese gesto me hacía pensar que, aunque lo que yo decía tuviera cierto sentido, no se ajustaba del todo a la teoría de Bruner. Lo más tortuoso no era el sentimiento de saber que iba a reprobar el coloquio, sino que por no aprobarlo, me negarían las horas de lengua y literatura.

- Hay un ejemplo muy gráfico que usa Bruner. Lo recuerda? Se lo pregunto porque nosotras estudiamos Ciencias de la educación y conocemos la teoría de Bruner.- Risitas de ambas.

“Ahhhh”, pensé, “ahora entiendo todo.” No hay gente más estúpida, hueca y retardada que la de ciencias de la educación. En su flagrante ignorancia no tienen comparación con otras áreas del conocimiento. Son expertos en repetir teorías pero no tienen la más puta idea de cómo dar bien una clase.

Pero me tenía que concentrar en el ejemplo de Bruner que, obviamente, no recordaba. Vacilé un momento, quemé fichas mentales, puse a laburar dos neuronas y el saber brotó de mi boca como un escupitajo caliente.

- Claro, dije, el ejemplo del profesor como un andamio del saber del alumno, la teoría del andamiaje conceptual.

Las dos vejetas estallaron de alegría y emociones sinceras. Aprovecharon el alboroto para acomodarse la capelu y toquetearse la cotorra doctamente.

_Psí, clá… rooo, bien, qué mar….villa este joven, pseee, mmeeee, olop olop… la caje…taaaaaaaaa………no….. la …tuuuuya- dijeron a coro.

Después hubo un breve silencio. La Directora le hizo un gesto a la otra, a la loca, indicándole que le cedía su parte en el interrogatorio. Entonces la loca dijo, y júrenme que es verdad, posta posta:

- Cuénteme una anécdota.

- Perdón? - dije

- Una anécdota de su vida. Cualquiera.

Hice silencio, unlargo silencio que era lo más parecido al desconcierto. Al fin dije:

- No sé. No recuerdo ninguna que se pueda contar.

Las dos brujas se miraron, intercambiaron un código secreto a través de un imperceptible movimiento del iris, un código que indicaba rechazo, indudablemente, porque luego de eso hubo un silencio más largo que el anterior, un silencio acusador, malvado, reprobatorio.

- Está bien- dijo la Directora- Es suficiente. –Poniéndose de pie-. Seguiremos entrevistando gente y lo llamaremos cuando tengamos novedades.

Nos despedimos y me fui.

Nunca me llamaron.


martes

Haiku


Admirable
aquel que ante el relámpago

no dice: la vida huye.




Matsúo Basho (1644 - 1694)