martes

Zama

Nunca, nunca más tuve un beso de Luciana.
La partida estaba organizada con tal minuciosidad que fue posible en el primer barco que bajó hacia el Plata, y con tanta anticipación que yo no entendía cómo pude ser la persona más próxima a Luciana e ignorar lo que ya a muchos había trascendido.
Es que yo permanecí excesivo tiempo asimilado por Luciana y ajeno a la vida de mi contorno.

Ella impuso que nos despidiéramos en el jardín. «A la vista de todos», proclamó.
Pero no a la vista del marido, por completo posible, ya que, durante aquella semana final, lo distinguía o creía distinguirlo, cerca y preciso, o lejos y ligeramente confundible, en todos los lugares donde un hombre podía estar, como si en cada uno de ellos tuviese algo que componer o alguien a quien estrechar la mano. Recelaba yo de que, aún, antes de partir, se diera de frente conmigo y quisiera toserme. Por que no me viera, entonces, me escabullía de tal manera que tropezaba con él en cada piedra.
Luciana impuso lugar y se imponía a sí misma un tono de abnegación heroica, que yo consentía imponiéndome, a mi vez, el aire melancólico del abandonado irremediable. Mi doble fondo se regocijaba del viaje: no pasaría ya esos peligros de las convocatorias sin provecho.
En ambos todo era, en ese momento, ridículo y exterior. Yo lo entendía, pero Luciana, no, de modo que acató mi simulación como verdad y quiso corresponderme volviéndose humilde, entregándome, por fin la pulpa de sus sentimientos.
Me dijo Luciana que ningún otro hombre, como yo, supo buscarla sin pensar en la carne, y por eso yo había sido y sería siempre el predilecto de su corazón.
Me hizo tanto bien ese juicio ajeno a la realidad que arriesgué todo por confirmarlo:
–El preferido, sí. Gracias, Luciana. Pero ¿también el único?
–Eres tanto para mí, soy tan tuya y sólo tuya, que te habría dado lo que nunca me pediste, si me lo hubieras pedido.
Mordió un sollozo, me apretó arrebatadamente las dos manos y, sin facilitarme tiempo para la menor reacción, se alejó hacia las habitaciones.
Fue la única visita que concluyó sin protocolo. Me dirigí solo hacia la puerta.

Le creí que me amaba. No exigía simulación de la pureza. Aceptaba simular que podía ser impura. Por eso era fuerte: su juego era más sutil y perfecto que el mío.



Antonio di Benedetto, Zama


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