domingo

El lenguaje y las gallinas

El viernes fue la entrega de diplomas. No me quedó otra que asistir porque, una semana antes, no pude convencer a la empleada que me tomó el juramento de que me dieran el diploma sin asistir a la ceremonia. Como ya había pasado por esa experiencia traumática donde uno es el “agasajado” y al mismo tiempo debe escuchar un montón de boludeces de dudosas autoridades que uno nunca quisiera ver, y mucho menos escuchar, decidí aplicar mi riguroso protocolo para superar situaciones traumáticas: ir solo y con una dosis de alcohol razonable en sangre.

Esta vez, a diferencia de la anterior, había papelitos con los nombres de cada uno en las sillas que debíamos sentarnos. Los organizadores decidieron ordenar las sillas junto al escenario de acuerdo al objeto por el cual se juraba. Y vaya uno a saber por qué, (mucho menos se podía esperar que alguien ligeramente alcoholizado en ese momento lograra dar con la solución a ese misterio) las personas que juraban por Dios estaban delante de todo. En la segunda fila estaban los que juraban por los Santos Evangelios, y atrás los que jurábamos por algo no menos intangible y falso que los anteriores, pero acaso más cercano o representativo, como la Patria. ¿Por qué nos pusieron atrás?, pensaba. De movida empecé a mirar mal a los boludos que juraban por Dios y los Santos Evangelios, y me pareció notar que había cierta camaradería entre los que juraban por lo mismo. Estaba lleno de gente que sacaba fotos, un montón de familiares que saludaban a los graduados y tiraban besos, lagrimeaban, escupían, cacareaban. Un gordo pelotudo que juró por los Santos Evangelios subió al escenario con el hijo/a. No sé bien qué era porque se trataba de una bola medio hermafrodita igual al padre.

El momento que acentuó la decadencia institucional que atraviesa la Universidad de Buenos Aires, y principalmente, la Facultad de Filosofía y Letras, fue cuando tomó la palabra, como único ordador, el director de estudios de Ciencias de la Educación. No hay gente más ignorante, obtusa y chanta como los de Ciencias de la Educación. (Para mí, el orden de la peor gente es así: primero los curas, después los violadores –entre ellos hay mucho curas–, y por último los que estudian ciencias de la educación). Jamás dan una clase, aunque se supone que ellos son los que mejor saben cómo dar bien una clase. No tengo idea el nombre del monigote que “habló”, igual no importa, el hecho es que era tan bruto, pobrecito, que no podía hilvanar una oración con sujeto y predicado, repetía todo el tiempo “ehhhhh…ehhhhh….ehhhhh” y movía las manitos como un titiritero del tercer mundo. En un momento, luego de ganarme la simpatía de mis vecinos de silla bardiando al orador que nos tocó en suerte, empezó a sonar el celular del deficiente mental arriba del escenario. Extrajo el celular del bolsillo del “saco de gamuza negro”, lo apagó, se disculpó y siguió tartamudeando. Sólo por eso había que quebrarle las piernas arriba del escenario y hacer algo onda el teatro de la crueldad, con este infradotado como protagonista. Habría sido un éxito que ni Artaud sería capaz de imaginar.

Me hubiera gustado cantar el himno. Pero no lo hice porque pensé que mi aliento a alcohol podía escandalizar a los putos que juraban por los Santos Evangelio que estaban inmediatamente delante de mí y que tenían un público numeroso, compuesto por una zoología variada y tecnología de punta.

Después de retirar el diploma –que, dicho sea de paso, me hubiera gustado no tener que recibir nunca porque los profesores se hacen enseñando a gente que no quiere aprender y no escuchando las idioteces que predican los pedagogos– pude romper el protocolo. Volvía a “mi” silla, puse el diploma en el bolso y salí rápido con la firme voluntad de no pisar un lupanar semejante por el resto de mi vida.

Algunas horas después, y el que suscribe bien borracho, una amiga tuvo la cortesía infinita de encontrar el tubo de plástico con el título dentro que había perdido en un antro menos oscuro que Puan, y me llevó a su casa.

No había nada que celebrar. Me dormí prontito.

(Aclaración marginal: Quería citar toda la escena de El sobrino de Wittgenstein de Thomas Bernhard, donde dice que “recibir un premio es aceptar que te hagan caca en la cabeza” pero acabo de descubrir que ese libro ya no está en mi biblioteca porque se lo debo haber prestado a alguien más hijoputa que yo, que no me lo devolvió nunca.)

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